jueves, 5 de octubre de 2017

Nuestra Señora de la Paz



Nuestra Señora de la Paz

Camilo Valverde Mudarra


María vivió toda su vida en silenciosa paz. Su existencia fue de paz y meditación. La Virgen fue la madre del "Príncipe de la paz", la Reina-Madre de la paz. Los ángeles anunciaron la entrada del Niño en el mundo con el signo de la paz: "Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres amados de Dios", preludio anunciador de toda su obra redentora y mesiánica, su venida salvadora, el establecimiento de su Reino de paz y la predicación y realización del Evangelio de la paz. La paz, en efecto, era el don por excelencia, el compendio de todos los bienes mesiánicos, que el pueblo de Dios estaba incontenidamente esperando. La redención de Jesucristo no es, ni reclama otra cosa, que la reconciliación de los hombres con Dios y la reconciliación de unos con otros, hacer las paces duraderas y eternas entre todos. Su nueva alianza, escrita en el corazón de los humanos y rubricada con su sangre, fue un pacto, una alianza de paz.

Con esta alianza se derribaba el muro de separación de lo humano y lo divino, se rompían las cadenas de todas las esclavitudes, se destruían todas las fronteras del mundo y se constituía un pueblo de Dios universal y único. Se reestrenaba el concierto armónico y pacífico, la convivencia paradisíaca de todos los seres vivientes, se reconstruía la paz cósmica, la perfecta armonía del universo.

La paz de Jesucristo no en la paz minúscula y miope de los hombres. Es una paz dinámica, que se tenía y se tiene que hacer y conseguir con el esfuerzo humano. La paz es un don de Dios, que, al tiempo, hay que merecer. Para que este regalo supremo nos sea concedido, los hombres tenemos que edificar una sociedad en la que reine la Justicia. El más grande de todos los profetas proclamó que la paz es obra y fruto de la justicia; que, sin justicia, no puede haber paz. La paz sólo germina en la tierra fecunda de la justicia. Una de las ideas fundamentales de la Biblia, clave fundamental para que sea correctamente interpretada, es que el Mesías tenía como misión primordial, en su quehacer, implantar, en el mundo, la justicia y el derecho, binomio crucial en la historia de la salvación, que debe ser correctamente practicado por los individuos, los pueblos, las comunidades y las naciones, como supremo ideal de toda acción humana, religiosa y política.

Con nuestra Madre María, hemos de apuntarnos entre los constructores de la paz, entre aquellos bienaventurados que trabajan con ahínco para que reine la paz en este mundo que corre el riesgo gravísimo de una destrucción total por el uso intencionado o fortuito de las armas modernas; entre los que exigen la inmediata y total destrucción de todas los artefactos fabricados por la barbarie humana; entre los comprometidos en acabar con la absurda agresividad del hombre; entre los que reclaman a gritos la desaparición de la violencia y entre los que saben perdonar la furia y la estupidez de los asesinos y terroristas.

La violencia no se extingue con la fuerza y el terror, sino con la paz; un cristiano, antes de matar, debe dejarse matar. La violencia, ni para los enemigos; la muerte, ni para los asesinos, absolutamente para nadie. Nadie puede arrebatar la vida a nadie; nadie tiene el derecho de matar; la vida y la muerte están en manos de Dios, y llegan, cuando Él así lo haya decidido, no cuando arbitraria y cruelmente lo decida el hombre y, muchas veces, un hombre vil. Sólo a fuerza del bien podremos acabar con el mal. Si queremos la paz, no debemos preparar la guerra, sino la concordia, el abrazo, imponer la paz, construir la paz. Como enseña Jesucristo, que, al ser víctima de una muerte violenta y tener poder para aniquilar a sus verdugos, se dejó matar, no sin antes haber perdonado y hasta disculpado a los que tan incomprensible y tan injusta­mente lo zaherían, lo asesinaban, lo crucificaban.

Madre, Señora de la Paz, ruega por nosotros, que venga y reine por los siglos la paz. Tras su resurrección triunfante, en los cuarenta días que precedieron a su ascensión gloriosa, tu Hijo saludaba siempre con el saludo de la paz. Como si estuviera psicológicamente dominado por el deseo de la paz, aquel don supremo, que Él había venido a conceder al mundo, que sabía de la agresividad humana, de los odios incrustados en el fondo del alma, que la paz no era, no estaba en el corazón de todos los hombres, que no se había conseguido y que entonces y ahora, entre todos, tenemos que trabajar y hacer que impere en este mundo, con nuestro esfuerzo, con nuestra solidaridad, con nuestra disponibilidad absoluta ante todos y para todos, sin discriminación alguna, con el mayor respeto a los derechos fundamentales del hombre, de todos los humanos. Señora, dile al Señor que, en nombre de Jesucristo, imponga, nos de la paz.



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